El Protocolo de Nagoya es un tratado internacional que se basa en el Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), promovido por la ONU en la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Sostenible de 2002, y más en particular en uno de sus tres objetivos: la participación justa y equitativa en los beneficios derivados de la utilización de los recursos genéticos. El Protocolo de Nagoya es un hito en la gobernanza de la biodiversidad, pero va a resultar muy relevante para todos aquellos actores de la industria agroalimentaria, tengan o no intereses comerciales, en cuyas actividades estén implicados el uso e intercambio de recursos genéticos, al crear un nuevo paradigma con relación al acceso y manejo de estos materiales que resultan imprescindibles para su actividad.

El Protocolo de Nagoya busca establecer el acceso y participación a los beneficios que pueda generar un recurso genético que pueda llegar a convertirse en un producto comercial, para el país en el que dicho recurso fue recolectado. Para ello establece el marco que los gobiernos, de los países que suscriban el Protocolo, deben seguir a la hora de desarrollar sus correspondientes legislaciones que establecerán los mecanismos y procedimientos que un usuario debe seguir para acceder a la utilización de cualquier recurso genético que se pueda recolectar dentro de su territorio, mediante un consentimiento fundamentado, en el que se deberán recoger los términos y condiciones del acceso y la utilización de este recurso a través del establecimiento de condiciones mutuamente acordadas. Dentro de dicho acuerdo se deberán incluir las fórmulas para la distribución de los beneficios que se deriven de la utilización del recurso.

En resumen, cualquier entidad – sea pública o privada, se dedique simplemente a la investigación, o su fin último sea el desarrollo de nuevos productos alimentarios o nutracéuticos – que vaya a interactuar con un recurso genético, deberá alcanzar previamente un acuerdo con el país de origen de dicho recurso si quiere acceder a un uso legal del mismo.


Si bien más de 150 países han ratificado el Protocolo de Nagoya, hay países como EE.UU., Brasil o Canadá que, por distintos motivos, se oponen al mismo; lo que dará lugar a marcos legislativos muy heterogéneos.


El problema viene cuando dichas entidades se deben enfrentar a las administraciones públicas de distintos países y/o territorios – por ejemplo en España hay una parte de las competencias en gestión de la biodiversidad que están transferidas a las Comunidades Autónomas y algunos de los gobiernos africanos y latinoamericanos han delegado la gestión de estos recursos en la comunidades indígenas – a la hora de acometer un proyecto que implique el uso de un recurso genético que pueda estar presente en más de un territorio; o que dicho recurso esté presente en un país que haya ratificado el Protocolo de Nagoya y en otro que no haya legislado sobre el particular; o que, directamente, no pueda determinar cuál es el origen de dicho recurso genético.

Para las industrias agroalimentarias se abre un escenario complejo, que le impondrá nuevas barreras para el desarrollo de su actividad, y les exigirá disponer de un socio adecuado que les apoye a soslayar, de forma apropiada, los desafíos a que se enfrentan con la entrada en vigor del Protocolo de Nagoya.